miércoles, 8 de junio de 2011

El teatro rescata lo que se ha perdido. Veinte preguntas a Marco Antonio de la Parra

Por Ernesto Fundora






Uno de los sucesos más esperados de la XVIII Feria Internacional del Libro de La Habana, dedicada a Chile como país invitado de honor, fue la presentación en Cuba de la antología La dramaturgia como sacrificio, del dramaturgo, narrador, actor y director chileno Marco Antonio de la Parra, volumen que, con selección y prólogo de Teresina Bueno, edité para su publicación por Ediciones Alarcos.


Conocí a Marco Antonio en un taller que impartió como parte de las jornadas de Mayo teatral –el festival que organiza Casa de las Américas– en 2006, experiencia creativa que reseñé luego para la revista Conjunto. En esa misma edición de Mayo…, De la Parra presentó en La Habana La secreta obscenidad de cada día, obra de su autoría, actuada por él mismo y León Cohen, elenco que la estrenó.


Las líneas que siguen son la transcripción de una agradable conversación que sostuve con Marco Antonio luego de concluido el taller, y que hoy rescato para las páginas de tablas como parte del dossier que se le dedica a este importante escritor. Es lástima no poder reflejar la gama de gestos e inflexiones de voz con que mi entrevistado acompaña sus palabras. Agradezco a Teresina Bueno y a Reinaldo Montero, quienes atentamente siguieron cada giro de la conversación, asintiendo, o disintiendo, casi coentrevistando conmigo, y a Vivian Martínez Tabares, por el impulso inicial.


¿Llega al teatro como terreno para experimentar desde la Psiquiatría o arriba a la Psiquiatría como herramienta para recomprender la escena?


Llego al teatro como zona de creación, de diversión. Empecé a hacer teatro en la escuela secundaria y luego, ya estudiando Medicina, a pesar de que yo escribía y pensaba que iba a ser principalmente narrador, comencé a indagar sobre lo que era el espectáculo. En algún momento casi hasta me salí de la carrera para estudiar cine. Entretanto vino el golpe militar y nos pusimos a hacer teatro. Ya había en mí cierta atracción, por algunos textos que escribí y que nunca se estrenaron. Empecé a trabajar obras que estaban muy cerca del vodevil, de la comedia, musicales. También comencé a ejercer la Psiquiatría porque era, dentro de las carreras médicas, la más humanística. Y por ahí se juntó todo.


En un momento ni yo mismo tenía muy claro si me iba a dedicar a la Psiquiatría cuando entré a estudiar Medicina. Mi padre es médico, mi hermano menor también. Y mi padre me había informado mucho acerca de esta carrera. Quizás, si hubiera sido hijo de un agricultor, no me hubiera interesado; me hubiese ido directamente al teatro. Un tío mío, que era actor y profesor de Español, fue muy importante para mí, tanto en el mundo de los libros como en el mundo del teatro.


Empecé a hacer teatro solo, creando mis propias obras. Tomé muchos cursos paralelos a la carrera, en horas de la tarde, para formarme como actor. Cuando salí de la escuela de Medicina, teníamos un pequeño grupo con el que hicimos varias obras pequeñitas, entre ellas un par escritas por mí. Con esas entré al mundo profesional cuando el grupo se deshizo. Todos habían egresado. Y uno de los del grupo era León Cohen, mi compañero.


Pasados unos años, me decepcioné mucho del teatro que se hacía bajo la dictadura. Había complacencia o con la izquierda o con la derecha. Y me parecían todos teatros complacientes. Sentía que había que quitarlos del medio y decir cosas que ofendieran a ambos bandos. Estaba enfurecido con el estado del país, con la situación de tensión a la que se había llegado. Me sacaba de quicio la tortura y no se podía hablar de ella. Había que decir que todas las víctimas eran buenas y todos los victimarios malos, y no se estudiaba la complejidad del victimario; cómo de alguna manera toda la clase media era cómplice: sentirse sobreviviente era sentirse cómplice; vivir era ser cómplice.


Entonces empecé a trabajar esta obra rara llamada La secreta obscenidad de cada día, de producción pequeña, que no tenía ninguna importancia, que no pretendíamos que fuera famosa ni nada sino que funcionara en ese momento. Era un teatro absolutamente de batalla. La idea que teníamos era hacer una obra portátil donde se encendieran y se apagaran las luces. Muchas veces hemos pensado en hacerla sin música y que la luz se encienda cuando llegue el público. Y lo que me interesaba con este teatro, y con muchas otras obras que he escrito –no todas, las hay que son mucho más complejas–, era concebir un teatro para que lo pudiera hacer cualquier persona.


Con los años se han ido juntando más la Psiquiatría y el teatro en una sola cosa. En estos momentos no separo un material de otro. La experiencia con cada paciente es un mundo apasionante en sí, no por la historia sino por los modos de transmisión de las emociones. Y me gusta mucho. Nunca he dejado la Psiquiatría, no puedo dejarla; me gusta como profesión. Por otro lado me he ido acercando más y más al teatro, al cine, a la novela. He estado escribiendo guiones. También quiero actuar. Si me preguntas cuándo empezaron…, empezaron juntas las dos cosas.


De sus lecturas de adolescente, ¿reconoce algo especial que marcara su estilo? ¿Alguna deuda?


Los surrealistas, y las vanguardias en general, fueron muy importantes en mi formación como adolescente. La lectura de las vanguardias históricas fue muy significativa. El gobierno de Allende fue una época en que leí mucho. Eran baratos los libros. Nunca más fueron baratos. Yo tenía montones de libros en casa. Después vino la guerra y se lo llevó todo.


Yo tengo una deuda muy fuerte con la «basura», con los cruces resultantes de leer a destajo y en desorden. Mucho antes de leer a Borges, me divertía leyendo enciclopedias. Me parecían graciosísimas, disparatadas, estúpidas, imbéciles. A ver, ¿qué tenían que ver las «gramíneas» con «Grant»? Y venían juntas. El orden alfabético me parecía un disparate. Esas eran mis lecturas más notables. Los mitos griegos los leí de pequeño. En vez de leerme los cuentos de hadas, me leía los mitos griegos y hacía una versión para niños. Los Evangelios me los leí como literatura, no los tomé muy en serio, me parecen estupendos como literatura. Por eso El Cristo entrando en Bruselas tiene que ver con mis lecturas infantiles. Lo que uno se lee de niño es lo que te marca. También escuchaba canciones y boleros en la radio. Televisión no había, por suerte. Sí mucho cine. Mi madre se aburría en la casa y nos llevaba al cine a ver tres o cuatro películas, en unos cines llamados rotativos, que ponían una película detrás de otra, era eterno, sin ninguna censura. Por debajo de los pies corrían el orine, los gatos, los perros… Era un cine de barrio. Yo veía cine y más cine. Cuántas cosas cuenta Cabrera Infante en Caín. El oficio del siglo xx. Su afición por el cine era demencial, como la mía.


Y entre todo eso pasaba Shakespeare. Todo se mezclaba. Freud y Marx, los protagonistas de La secreta obscenidad de cada día, son así, como dibujos de cómic, porque soy muy poco serio. Soy de clase media, no pertenezco a la aristocracia, no me enseñaron latín a tiempo, y me di cuenta después que debí haber estudiado latín y griego. Pero todo llegó tarde. Tengo una cognición absolutamente desordenada. He leído de todo en un caos infinito.


¿Qué legado reconoce, en su vida y en su obra, de la etapa en que fue alumno del taller de José Donoso?


Esa fue una etapa muy importante para mí. José Donoso vuelve a Chile como a mitad del gobierno militar. La situación cultural bajo ese gobierno era espantosa. La cultura era atacada, vigilada, censurada, aburrida. Muy pocos espacios y muy difícil comunicarse con el exterior. Era una sensación de aislamiento absoluto de todo. A veces a uno le podían llegar referentes de algún interés, pero había un aislamiento asfixiante. No había Internet, por supuesto, ni revistas. Era muy difícil acceder a otras cosas fuera del país, y la llegada de José Donoso nos hizo entrar en contacto con el mundo. Él salía y entraba al país. Traía libros que no habíamos leído, y nos poníamos al día.


Trabajábamos mucho en talleres de escritura, en lo que significaba ser un artista. Había veces en que él me decía: «No entres al taller, estudia mis manuscritos, el diario de escritor», y yo los estudiaba para ver cómo trabajaba un escritor. Fue una experiencia de muchos años. Hubo un momento en que yo lo ayudé a trabajar en teatro. Trabajamos juntos y eso fue muy bonito.


Él me impulsó a salir del país, a dejar Chile que se convertía, incluso con la democracia, en un mundo muy estrecho, muy pequeño. Y ahí aproveché para ser Agregado Cultural en España, que fue para mí un momento muy importante.


Expresó en una ocasión que «el teatro, como el sueño, es un acceso al mundo inconsciente con pasaje de vuelta, locuras limitadas con posibilidad de provecho personal o social». En «La dramaturgia como sacrificio» acota que «el teatro es el sueño interpretado». ¿Reconoce en los sueños un potencial dramatúrgico, una puerta hacia el mundo menos explorado de la psiquis humana capaz de generar imágenes y sentido?


Sin dudas. Más que construir estructuras dramatúrgicas, me interesa la capacidad de desmantelamiento para permitir luego que se reestructure, que se descubran mundos más profundos. No resolver como, a veces, de manera abusiva, resuelven el guión dramático o el de televisión, sino indagar realmente en sensaciones. Es algo de lo que hablo mucho en los talleres que imparto y que está en una línea de mi obra. Es útil, sobre todo si queremos reconstruir las situaciones que han perdido sus imágenes y sus palabras. Para mí el teatro, como los sueños, rescata lo que se ha perdido, lo que se quedó sin palabras, sin lenguaje, que suele ser lo que está censurado. Y el reto es cómo eso puede emerger sorteando la censura, cómo se puede hablar de eso, cómo tú puedes plantearlo. Todo ese fenómeno es muy atractivo. Por eso uso los sueños como material de trabajo, y luego construyo a partir de ellos. Hay fragmentos de sueños míos y de actores con los que he trabajado en algunas de mis obras, como parte de ellas.


¿Qué lo hace interesarse por un tema para recrearlo en la escritura?


Según lo que me va doliendo o me va resultando atractivo. He pasado por todo pero básicamente es eso: qué vas sintiendo que es lo que tienes que hacer. Hay temas que se me van incorporando por épocas y nunca siguen una línea clara. Hay cosas que vienen por instantes. De pronto te dicen que tienes que escribir algo para determinada sala. Lo escribes, la sala después se cierra, la obra queda escrita igual y se monta en otra parte y es algo bien distinto y así, sucesivamente.


En el taller «Dramaturgia de la imagen», impartido por usted durante las jornadas del festival Mayo teatral de 2006, hicimos varios ejercicios orientados, sobre todo, a ejercitar la escritura como el accidente del teatro, a aprovechar la capacidad creadora del olvido y a adiestrar los sentidos para «hurtar»; un robo consciente de palabras, ideas o imágenes que permita luego tomar esos elementos sustraídos de su medio original y refuncionalizarlos en nuestra propia fábula. ¿En qué medida el trabajar sobre material ajeno lo hace encontrar su propia voz?


El material nunca es totalmente ajeno. Cuando lees un material ya lo estás leyendo tú. Entonces se reescribe un material. Sería como acusar a Shakespeare de que usó la vida de Ricardo III, que era una buena persona, no la bestia que sale en la obra. En realidad la falseó.


Hasta el documental es subjetivo. Tomas una cámara, la pones en un ángulo y ya estás haciendo un acto creativo. No dejas nunca de crear, por eso lo interesante es perder el vértigo del autor usando materiales aparentemente ajenos, que no sabes de quién son, y luego empiezas a usar el «oído ladrón», más bien el «corazón ladrón»: qué te palpita, qué te queda dando vueltas… De hecho, si tú sigues trabajando y diciéndote «vamos a tomar esto o aquello, por esto o por lo otro», la gente empieza a no robarse lo mismo. Y aunque robáramos lo mismo sería otro robo. Eso es un proceso en espiral muy interesante porque en la autoría como selección no hay exclusividad, no es una marca registrada. Tú reescribes y reescribir es hacer; desde ese sentido no es posible la copia. Hay temas que dan vueltas eternamente. Además, los temas humanos, los que tratamos en el teatro, son tres o cuatro, no hay más.


Pienso ahora en Ofelia o La madre muerta. ¿Pudiéramos hablar de una «poética de la aprehensión», de un estilo basado en el sistemático hurto y apropiación de materiales para generar su propia escritura?


Uno se roba mucho a sí mismo, y uno está hecho de recuerdos, de lecturas, de visiones, de países, de melodías. En el fondo uno trabaja con su mundo y con el mundo de los espectadores con los que te comunicas. En ese sentido uno está, de alguna manera, mediando a través de textos, de cosas que tú lees y que leen tus espectadores.


Ofelia…, por ejemplo, es una obra que siempre quise escribir. La debía haber escrito una amiga que no quiso escribirla. El tener que ser escrita por una mujer me hizo cambiar la escritura, trabajar como mujer, y empecé a reescribir a Ofelia, fragmentando ese personaje secundario de Shakespeare, que aparece tan poco, y sumergiéndome en eso.


En Ofelia… trabajé claramente con estructuras oníricas. Hay un texto entero de Ofelia que es un ejercicio de una alumna. Esa alumna tuvo un sueño muy bonito que capturé. Cierta parte del sueño se convirtió en un parlamento de Ofelia y me permitió entender mucho mejor la obra, ver hacia dónde podía ir Ofelia, porque había que entenderla a ella, más que entender una narración o una estructura clásica.


De las obras de Shakespeare hay una sola que dicen es de él, y hay dudas; todas son «copias». Tomó ideas de acá o de allá, sacó de varios libros, extrajo ideas originales, más o menos las tradujo, las alteró a su entero gusto, las cruzó con otras cosas. Esa es la gran enseñanza de Shakespeare. Lo que le interesa es que haya público, que la gente vaya comprendiendo un mundo que él también quiere comprender. Shakespeare no tiene afán de gran autor, ni de ser famoso como dramaturgo, solo quiere ganarse la vida. Y eso es muy importante, que el autor sienta el oficio, la pasión por el oficio, más que ganar un estrellato de cualquier tipo.


Usted ha expresado que «la palabra crea la memoria y el olvido, el lenguaje carece totalmente de inocencia; no existe la palabra neutra, la palabra es la partitura de la imagen, y no hay otra dramaturgia sino la de la imagen». ¿Considera, teniendo en cuenta el teatro que se hace ahora mismo en nuestro continente, que debe reentenderse el estatuto de la palabra en el escenario?


Yo siento que el estatuto de la palabra se ha estado negociando desde hace bastante tiempo. En el siglo xix el texto se convierte en el gran dueño. Ya con Jarry empieza a desequilibrarse el tema del escenario. Pero a medida que aparecen las vanguardias, las nuevas tecnologías, los sistemas de reproducción del arte, el entrecruzamiento con la danza, surge una concepción del espectáculo muy distinta. Eso hace que a la palabra haya que tratarla con mucho cuidado. El actor empieza a preocuparse más por su formación, por su cuerpo, que es su instrumento fundamental, y en ese instrumento la palabra empieza a recuperar una necesidad de ser música; no solo contenido, no solo reproducción realista, y es curioso porque hoy discutimos eso como si el estado de la palabra en el teatro siempre hubiera sido realista y ciertamente lo fue solo en un momento muy particular de la historia del teatro.


En el teatro se han hecho las cosas más raras del mundo. En la época de Shakespeare o en los Siglos de Oro, trabajaban primordialmente con el texto porque no había muchas cosas para hacer escenografías. Y Shakespeare solo contaba con vestuarios y algunas frases elegantes con las cuales componer una emoción o dar un tono musical.


Ha insistido en que el escenario redimensiona el objeto; que lo feo se vuelve bello y lo bello se vuelve tópico. ¿Cómo entender la imagen, desde su punto de vista, en la pluralidad de elementos que conforman el lenguaje del escenario?


Ahí hay una elección del poeta. La lección del artista es retomar lo que otros darían por basura y considerar lo hermoso. Es lo que han hecho los artistas toda la vida. Solo el kitsch toma lo que todo el mundo da por bello, y aún así el kitsch era el redescubrimiento de lo que ya era sobrebello para revalorizarlo. Lo que hace el artista es ir por donde el que va no ve nada; ver, de pronto, y maravillarse con una bicicleta, con un sombrero, con la luz que cae o con la parada de autobuses. Como el fotógrafo, que ve lo que el resto no ve, pero es lo que esta ahí, lo que siempre ha estado.


En ese sentido la elección es un sacrificio: eliges y dejas el resto fuera. Cuando eliges un tramo, una frase, una acción, te estas comprometiendo. Selecciono esto, lo coloco aquí, o allá, y ese es mi acto poético: el cómo lo ponga. No se va a parecer a lo que estaba. Lo que voy a hacer es señalar algo que no estaba señalado, que ha estado en la penumbra, o lo voy a señalar de nuevo y al hacerlo se va a volver raro. El poeta transforma una palabra que era nada en una palabra con más brillo que una consigna.


Estaba revisando versos de algunos poetas cubanos y es asombroso. Leía a Padilla, el de Fuera del juego, y qué maravilloso el uso de las palabras, cómo las elige, cómo las encuentra… O Lezama, que juega con la palabra exacta. Y de pronto Lezama escribe mal. Y se equivoca. Y hasta comete errores ortográficos. Quiero conseguirme la maravillosa edición príncipe de Paradiso. Esa edición vale una fortuna porque tiene errores gloriosos.


Pero no hay feo ni bello antes de la elección del poeta. Ahora, el poeta corre un riesgo: va a propiciar un encuentro en el que, a su vez, se producirá la belleza. La página no leída es una página muerta, y es triste. ¿Cuánto se perdió en el incendio de la Biblioteca de Alejandría? ¿Cuánto perdimos de Esquilo, Sófocles o Eurípides? Eso no es, no está, no existe. Cae en una zona muerta que al mismo tiempo está llena de belleza. Recuerdo eso que se le atribuye a Miguel Ángel de que la escultura esta ahí, es solo quitarle a la piedra lo que le sobra. Es lo mismo: la imagen está ahí; la belleza esta ahí; el teatro esta ahí… Hay que salir a buscarlos, nada más.


En 2004 La secreta obscenidad de cada día recibe el Premio Saulo Benavente, otorgado por el Centro Argentino del Instituto Internacional del Teatro. Según organismos internacionales, es la obra latinoamericana más montada en los últimos veinte años en este continente. Ha sido traducida a varios idiomas. ¿Qué significa para usted arribar, en su triple rol de autor, actor y director, a los veinticinco años de su estreno?


Lo de 2004 fue absolutamente inesperado y muy impresionante. Nos hizo tomarnos muy en serio lo que estábamos trabajando, con mucho más nivel que cuando empezamos. Y durante nuestras presentaciones en La Habana,* ustedes tuvieron una de las tres mejores funciones de toda la vida de esta obra. Las otras fueron en Buenos Aires, y al sur de Chile, hace muchos años. Fue una función realmente impresionante. Porque la obra la hacen el público y la época. Si cuando subes al escenario la época no va con ese público, no funciona, a pesar de que la obra pueda ser preciosa. A mí me ha sucedido que, viendo una obra en una sala, soy el único que la ha entendido. Y me he dicho: «La obra va conmigo, no con el público».


¿A qué atribuye que siga manteniendo su vitalidad y su indiscutible condición de clásico del teatro latinoamericano?


Yo creo que sigue viva porque, lamentablemente, sostiene temas vigentes: lo dogmático, el abuso, el terrorismo, la desarticulación social; con pequeñas correcciones que reflejan cómo los dogmas han aplastado a la sociedad en uno u otro sentido.


Cuando la estaba escribiendo, ¿en qué pensaba?


En que teníamos que estrenar algo que me sacara la rabia del cuerpo. Quería hacer cosas divertidas. Ninguno de los grupos más serios se habría atrevido a hacer lo que queríamos nosotros.


¿Qué fue Teatro de la Pasión Inextinguible?


Un grupo que hicimos con amigos. Como no había manera alguna de ganarse la vida ni en el teatro ni en el fondo estatal, hicimos Teatro de la Pasión Inextinguible que, como todas las pasiones, al final se extinguió, pero me permitió montar algunas obras de inesperado éxito. Hasta ganamos dinero. Pero era un teatro básicamente portátil, barato, de fácil construcción. Todos trabajábamos en otra cosa y llegábamos a ensayar por la noche.


Hay una obra, Infieles, que se comenzó a montar con un director al que se le explicó cómo eran las cosas: «No hay dinero para nada. Después, si hay taquilla, se paga y si no, cada uno para su casa». Se trabajó casi tres meses y después se pelearon con el director. Ya teníamos la sala conseguida y tuve que dirigirla yo en el mes y medio que faltaba para el estreno. Y nos fue muy bien. Los fines de semana estaba todo el teatro vendido. Mirábamos el dinero y no nos lo podíamos creer. Nos decíamos: «¿Qué hacemos con esto?». Invertimos en el montaje siguiente. Esa obra también se estrenó en Brasil. Se ha hablado acerca de una posible coproducción para hacer la película entre Colombia, España y Chile. Basado en ella hice una novela: Te amaré toda la vida.


Jorge Ávalos, al referirse a La secreta obscenidad de cada día, habla de «un marco conceptual en el que la muerte de las ideas revolucionarias expone la podredumbre de nuestras ideas contemporáneas». ¿Cree que esta apreciación se relacione con una clara ausencia de referentes, con la crudeza de la realidad latinoamericana de ahora mismo, con la pérdida de las utopías o con todo a la vez?


El tema de lo podrido está desde una de mis obras clave: Lo crudo, lo cocido, lo podrido. Cuando vi La estupidez, lo conversé con Spregelburd: vivimos en un mundo estúpido. El mundo no puede ser. Cualquier conciencia seria de contar con el mundo, fracasa. Y bromeábamos: con el sueldo de Ronaldinho todas las ciudades cubanas quedarían pintadas, arregladas, impecables. Eso no puede ser. Ese es uno de los grandes absurdos. Hay miles más. Por ejemplo, el derrumbe emocional de mi generación. Yo de pequeño crecí en la República Chilena, laica, de los masones, escribiendo la modernidad. Después vino el supuesto Gobierno Socialista por la vía electoral, luego la dictadura y el modelo neoliberal capitalista. Se derrumba ese capitalismo y llega el siguiente que te dice «ahora sí», y también se derrumba. Después llega la democracia, rarísima, enredada, y también se derrumba su sistema económico. Al final te das cuenta de que eres tú el que se derrumba cada vez que cree. Ahorras cuando hay que ahorrar, después gastas cuando te dicen que hay que gastar y al final terminas atrapado. Y te preguntas en qué momento quisiste creer, porque todos queremos creer. En ese sentido, todos somos devotos. Y si no crees, te queda una angustia enorme, te quedas muy solo, muy triste.


Vivimos en lo podrido. Uno siempre piensa en si los griegos habrán vivido más cultos. Los griegos cultos eran cinco o seis, el resto eran pastores. Siempre hay una sensación de mirar hacia donde habrá estado el ideal. ¿En la infancia? ¿En alguna casa de familia? Y hay gente feliz. Los psiquiatras, que estamos tan acostumbrados a ver gente enferma, de pronto no distinguimos a la gente sana. Estadísticamente las hay. Tiene que haberlas. A mí me dan ganas de ir a verlas. Que me las muestren. A la gente sana deberían mostrarlas por la televisión.


En el teatro no siempre va a mostrar gente enferma. A veces me dan ganas de ver una obra en la que no pase nada. Una familia que se quiera y se lleve bien. Que si se muere alguien, se despierten con un poco de tristeza. Que si son de derecha, luego se vayan a la izquierda. La obra duraría eternamente, no pasaría nada. Una obra que durara dieciocho horas y no fuera épica ni nada. Algo de eso hay en Chéjov. Y Beckett es el maestro. Lo denunció todo. Después de Beckett uno escribe por inercia.


En La secreta obscenidad de cada día el debate se centra, supuestamente, entre Freud y Marx, dos personajes que retoman ídolos de la Modernidad y dilucidan su presente más inmediato a partir de sus respectivas concepciones del mundo. ¿Por qué estas dos figuras?


Ese es un equívoco frecuente. El estatus del lenguaje en el teatro es el error. Uno dice «Yo soy un cíclope», y el público dice «Ah, mira, un cíclope». Es fantástico el lenguaje del teatro. El teatro tiene un estado maravilloso de idiotez. La gente entra en un estado de idiotez glorioso. Si en el cine aparece alguien que no es un cíclope y dice «Yo soy un cíclope», la gente exclama «No, no se ve, qué va a ser un cíclope». El cine tiene que corresponder.


En alguna obra abusé de esto y fui atacado por la crítica, porque me decían que no entendían nada. Claro, le creían a lo que decían los actores. Los personajes decían cosas que no eran ciertas y, al hacerlo, los espectadores se perdían. Esta obra de la que hablo es de las más locas que he escrito, se llama Estamos en el aire.


Lamentablemente la estrené en Chile antes de que se hicieran los reality shows. Puse una familia que vendía su cotidianidad para ganarse la vida. Vivían como si fuera en un canal de televisión. Y de hecho no estaban en un estudio de televisión. No aparecía ninguna cámara pero se comportaban como si estuvieran en un set de filmación. Su vida había perdido tanto el sentido, que hacían como si estuvieran en la televisión. Llegaba un hermano a verlos, no había nada que comer y decían que les habían pasado cosas terribles para que subiera la teleaudiencia del supuesto canal de televisión que nunca se veía. Algunos críticos decían que el problema era que no se veían las cámaras. ¿Cuáles cámaras? «¡Están locos!», decía yo.


Volviendo a La secreta…, si uno la rebobina, como se decía en los tiempos del video, y examina los textos, no sabe si pasaron los autos. Los actores dicen que pasan los autos. Hay directores con poca imaginación que ponen sonido de autos que pasan. Nosotros no disparamos las pistolas. Las pistas están dadas desde el comienzo. Simulamos entre nosotros dos. Se puede llegar a la conclusión, incluso, de que son dos tipos que se juntan siempre, todos los días. Y esos dos tipos, que están muy solos –probable ese sea su único momento de verdad–, se juntan para hacer algo que tenga algún sentido cuando nada lo tiene.


Uno de ellos juega a ser Freud y el otro juega a ser Marx diciendo puras consignas. Es como dice Teresina: un psicoanálisis de banqueta y un marxismo de pacotilla, de cuatro frases. Del que no leyó El Capital pero lo intuye, como decía una tía mía. En un montaje alemán les pusieron a los personajes «Máscara de Freud» y «Máscara de Marx». Sabes cómo son los chistes alemanes. Después me he dicho: «Bueno, es verdad que no lo son».


Por otro lado, me atraía el debate sobre la realidad desde varios puntos de vista. Originalmente estaba incluido Nietzsche. Iba a entrar borracho. Venía de la cárcel donde había estado preso desde la noche anterior por embriaguez. Pero Nietzsche, como personaje, era insoportable. No se avenía con ninguno de los otros dos, era un horror. Tuve que dejarlo para otra obra. Y ahora da vueltas de obra en obra, el pobre… Nadie quiere hablar con él. Estoy pensando convertir Así habló Zaratustra en stand up comedy, en plan de esmoquin. Quizás, como era medio músico, hasta toque el piano con Wagner para ganarse algún dinerito. Otro personaje maravilloso era su hermana: Elizabeth Nietzsche, una loca delirante, que era la verdadera nazi.


Al final quedaron Freud y Marx, pero tampoco eran Freud y Marx. Los dos resultaban aburridísimos. Sacaban un puro…, fumaban… Entonces los crucé con los exhibicionistas, que eran muy poco interesantes, como un chistecillo, y tenía la idea de trabajar con torturadores y asesinos.


Esos son personajes que me han perseguido mucho tiempo. El tema de los asesinos a sueldo, los asesinos profesionales, es una cosa que me pudre. Quien mata por la patria, puede ser; pero el asesino profesional, ese que mata para un bando, luego para el otro y va cambiando de bando según vayan sucediendo los acontecimientos, es básicamente un terrorista. A lo mejor y hasta es un tipo noble. Alguna vez podría ser un caballero, según quién cuente la historia. Quizás ya haya que hacer un Quijote terrorista. Para muchas personas en el mundo el terrorismo es un acto correcto, depende de cómo uno piense o de dónde uno viva. Y esa era la obscenidad verdadera, la secreta obscenidad: que se esté torturando y se estén planeando actos terroristas todos los días. Eso es lo único que teníamos claro, en términos de mensaje, con la obra.


El primer nombre que tuvo esta obra fue Show, porque nos interesaba mostrar y ocultar. Todo lo que mostramos es lo que ocultamos y esa idea marcará mucho mi teatro posterior. Muestro, exhibo, y mientras exhibo hay un mundo impresionante de cosas ocultas que se mueven. Eso en el teatro funciona muy bien. Si pones algo, esconde otra cosa. Y lo que escondes es la verdadera historia. Es un truco muy bien usado por Hemingway, por Kafka, por Chéjov, por Eurípides.


La historia en el teatro no es la que está delante sino la que se esconde, la que va a aparecer y temes que aparezca. Hay que saber esconder y saber mostrar. Es como la coquetería. Es mucho más bonito un escote que esboce a los pechos descubiertos. De hecho, uno disfruta más en la playa común que en la playa nudista. Allí uno más bien baja la vista. O se acostumbra y se transforma en dermatólogo. Es un tema interesante. Yo siempre cito como ejemplo una tribu en la que se vive desnudo, pero cuando se enamoran, se visten. Hay algo interesante en eso de observar lo prohibido, lo que no se puede mirar.


El nombre de La secreta obscenidad de cada día salió de probar muchísimos. Estábamos en una fiesta de amigos, todos medio borrachos, y yo saqué una lista de veinte nombres y pregunté que cuál de esas veinte supuestas obras irían a ver. Y La secreta… fue la más votada. Y así se llamó. Los alemanes, como son tan obvios, le pusieron Duo für Carlos und Sigmund (Dúo para Carlos y Sigmund). Son estupendos explicando las cosas. Lo explicaron inmediatamente. Es como para no ir.


Si en Saliendo de las penumbras reconoce la cercanía del psicoanálisis en los días por los que estaba concibiendo el texto de La secreta…, en La sexualidad secreta de los hombres regresa sobre el tema de la sexualidad humana. ¿Le interesa la sexualidad como modo de explicación de la conducta humana? ¿Por qué siempre ronda el adjetivo «secreto»?


Lo de «secreto» es para llamar la atención. Es un truquillo obsceno de antiguo niño intruso que quería mirar entre las cortinas, meterse debajo de las camas… Por eso trabajo con el psicoanálisis. A mí me intriga mucho más lo que hay detrás de las cortinas. Al artista también. Es mucho más interesante que lo que se ve a simple vista.


Y lo de la sexualidad es puro interés. Desde que entré en Psiquiatría comencé a investigarla porque era un área muy abandonada en mi país. Empecé a leer, a investigar, a dar clases sobre ese tema porque, como nadie lo trabajaba, estaba dejado de lado. Mi generación fue la primera en ocuparse de ese tema. Luego se formaron otros. Incluso, yo me salí mucho de la formación estrictamente psicoanalítica. Usaba lo psicoanalítico, pero también las herramientas conductistas, cómo llegar a estratos intermedios… Después me retiré un poco de eso. Pero es un área en la cual habría seguido trabajando de no haber sido por el teatro. Por eso la llevé a él.


Y sí, creo que la sexualidad es una forma de conocer a la persona. El sexo y la muerte son los dos grandes temas en los que uno se pasa la vida. Dicen que a medida que se acerca la muerte, interesa menos el sexo. A lo mejor no es así, pero sí te va interesando la muerte. Porque nos va llamando la atención que hay algo al final del túnel.


En El Cristo entrando en Bruselas los personajes se refieren en múltiples ocasiones a la Palabra y a la Verdad. ¿Qué valor le concede a esos vocablos y cómo cree que se articulen en el discurso teatral latinoamericano contemporáneo?


¡Qué pregunta más complicada, por Dios! ¿Cómo se te ocurre hacer esa pregunta? Eso da para una conferencia en Cambridge. Si en este momento hay algo complicado es hablar del discurso latinoamericano.


Recuerdo, cuando era joven, que existía un discurso latinoamericano. Los años sesenta fueron gloriosos. Yo leía Casa de las Américas. Después al discurso latinoamericano le pasaron por encima. En estos momentos lo que queda de él son trozos, retazos, fragmentos. Tengo la sensación de que es ahora cuando estamos saliendo de los ochenta y los noventa, que fueron la «balcanización» de América Latina. Nadie se enteraba de lo que pasaba en otra parte. Se perdió completamente el discurso latinoamericano y empezamos a ser habitados por esa cosa horrorosa que es la globalización, el error completo. Globalización significa «cometamos todos el mismo error», «tengamos todos la misma mente».


Eso, por suerte, se deshace luego en diversidades. De las cosas más divertidas que encuentro en lo latinoamericano está el jugar con las palabras. Qué significa en este país una cosa y cómo la misma palabra tiene significados totalmente distintos en el resto del continente. Uno se pregunta qué español hablamos. Y lo divertido es la diversidad. A mí me encanta perderme en los jardines del lenguaje. La palabra es un poema en sí. Cuando uno descubre las palabras secretas de un pueblo, las que solo son pronunciadas en ese país y que fuera de él no existen, uno dice: «Esas son las palabras clave de este país». En Chile tenemos palabras que en otro lugar no existen, por ejemplo «fome». Lo «fome» es aquello sin gracia, sin encanto, que define al chileno. Son las palabras que solo están ahí. ¿Y por qué aparecieron? Al final son restos mezclados.


Y en cuanto a la verdad…, eso está muy complicado desde hace mucho rato. Si alguien creyera en la verdad, me daría mucho miedo. Hay un viejo proverbio árabe –tenía que ser árabe el proverbio– que dice más o menos así: «Desconfía del que está muy seguro de sí mismo». Personas así, que tienen tanta confianza, tanta seguridad que no van a dudar, en realidad dan miedo. Porque la duda es el pensamiento.


Por eso uso el humor, la poesía; es donde el estatuto de la verdad se conserva en un estado más frágil. Nadie puede decir qué significa exactamente un verso. Los físicos lo descubrieron también: no hay teoría para lo exacto.


¿Cómo logra conjugar la múltiple condición de psiquiatra, actor, dramaturgo, director, narrador, ensayista y académico de la Universidad Finis Terrae?


Gracias a Teresina Bueno, que me quiere y me cuida mucho, porque si no, me volvería loco. A veces la llamo muy angustiado, y no es broma. El gran problema mío es la ambición. A veces tengo ataques de angustia muy fuertes frente a la muerte. Hay algo fáustico en eso. Ciertamente, a mi edad, luego de los cincuenta, uno siente que, o quieres morir, o quieres saberlo todo. Me he dado cuenta de que es algo que nunca pude parar. Hay cosas que yo dejé de hacer que por suerte las harán mis hijos. Yo dibujé, toqué instrumentos, estuve en grupos musicales, jugué fútbol; mal, pero jugué. A un hijo mío que está estudiando Psiquiatría le digo: «Vas a saber cosas que yo no alcancé a conocer; no voy a tener edad para escuchar lo que se descubrirá sobre el cerebro, sobre cómo se transporta la emoción».


Mi tiempo no me alcanza para leer todos los libros que quisiera. Me molesta la noche, me molesta que haya que dormir. Me perturba la música cuando estoy leyendo o comiendo porque me hace detenerme a escucharla. No me gusta que me pongan música de fondo. No entiendo a los que pueden hacer cosas mientras escuchan música. Y la experiencia amorosa es una de las pocas cosas que te alivian. Porque en el fondo lo que uno busca es saberlo todo a través de lo que más se parezca al amor.


Se conjuga, entonces, con rutinas tremendas. Se conjuga teniendo años en los que no he escrito nada y otros en los que escribo cuatro obras. Hay años de escritor, años de psiquiatra, años de publicista… He hecho muchas cosas, las más raras: he animado concursos de televisión, he sido ghost writer de programas repugnantes… Hay cosas que sí no he hecho. No me he prostituido…, sexualmente, digamos. Dicen que todo hombre tiene su precio, no lo sé.


¿Regresa a La Habana?


Quiero volver para hacer un taller de reparación de obras dañadas. Un taller con obras que los dramaturgos no pudieron terminar. Es muy divertido. Requiere, cuando más, ocho dramaturgos con cierta experiencia. Traen la obra que no han conseguido concluir. Se trabajan tres horas por la mañana y tres por la tarde, durante cinco días. Se leen las obras, las ensayamos, las discutimos… A veces la solución se descubre el tercer día. Del total que llegan más del cincuenta por ciento salen reparadas, o si no, se descubre que la obra tenía otra obra interior. O suele suceder que hay un «quiste». Y un «quiste de escritor» puede ser el que se haya enamorado de una imagen y él es el único enamorado de esa imagen. Y esa imagen era el obstáculo. La sacas y la obra se dispara sola. «¿Qué hago con esto? ¡Es tan bonito!», te dicen. Y yo les contesto: «Guárdalo para ti, o dáselo a tu abuelita». Eso sucede mucho.


Acabo de hacer un monólogo. Es sobre la muerte de Cervantes. Tiene que ver con la agonía de la enfermedad de mi padre. Empecé a trabajar y me dije: «¿Qué estoy haciendo? ¿Voy a hablar como español en un monólogo de una hora? Eso va a ser aburridísimo». Probamos la obra, hicimos tres funciones con público y funcionó. Queremos traer ese monólogo a La Habana.


¿Qué queda de Marco Antonio de la Parra en cada novela, cada puesta en escena, cada texto teatral?


Me voy a poner romántico. Últimamente ando más optimista. Estoy enamorado y eso te levanta la vida. A lo mejor es por el peso de la edad. La escena, por ejemplo, es algo que te rejuvenece. No en el sentido de volver a los veinte, sino que uno como que es más pesado y cuando entra a escena se desprende del lastre.


En esos momentos uno siente que sucede algo por lo que valió la pena vivir. Es irrepetible. Y eso de que sea irrepetible me gusta mucho. Una de las grandes diferencias que yo tengo con León Cohen es que él siempre lleva una cámara de video a donde quiera que vayamos. Y graba todo. De hecho, no camina mirando la calle, sino la cámara, como un japonés.


Nunca llevo videograbadora a ninguna función. Nunca saco una fotografía. Antes de la función observo qué emoción tengo. Si no tengo emoción, tendré después. Sobrecogido veo qué energía tengo en el cuerpo y espero ver qué produce en la memoria.


En el teatro nada está muerto. Lo muerto que entra al teatro, resucita. Cuando entra un muñeco, se vuelve vivo. Y si muere un objeto, muere un ser humano, muere lo vivo. Es muy extraño. Uno necesita morir antes. Generalmente, a mí me pasa que sobre el escenario tengo una angustia muy fuerte, una sensación como de querer estar en otra parte, de no querer entrar ahí. Y me sucede con todos los procesos creativos: uno va a morir. Vas a entrar en un área que no conoces. Y empieza la obra, la que sea. Y nunca es igual. Es un cliché, un lugar común, pero profundamente cierto.


Y eso es lo que me envicia con el arte: el desafío de la escritura. Cada obra es un desafío, un trabajo tremendo para llegar a la frase, una lucha como de gladiadores. La novela es tan atlética; es una lucha con el lenguaje, con la historia. Y cuando logro que un autor me haga sentir esa lucha cuerpo a cuerpo, me conmuevo de una manera impresionante.



Nota


* Se refiere a la segunda función programada en La Habana, el jueves 18 de mayo de 2006, en la Sala Teatro del Museo Nacional de Bellas Artes. (N. del A.)

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